El Inversor Inteligente, además de dar nombre a este blog, es un gran libro. Está considerado como una de las Biblias del inversor de valor, pero entre sus páginas se esconden algunos capítulos que son de obligada lectura para cualquier tipo de inversor. En concreto, en el capítulo 4 «Política de cartera general: El inversor defensivo», tenemos un apartado cuyo título es El problema básico del reparto entre obligaciones y acciones, que debería ser leído en este momento de mercado en el que nos encontramos, por cualquiera que se le ocurra poner un solo euro en acciones o fondos de inversión.
Estamos en un momento dulce para las bolsas. Los índices suben con alegría y los americanos no dejan de marcar nuevos máximos, para jolgorio tuitero de Donald Trump. Es, la fiesta de las acciones.
Pero todas las fiestas acaban de la misma forma, las luces se apagan, la música deja de sonar, y los fiesteros que no han sabido moderarse se marchan desorientados, despertándose al día siguiente con un tremendo dolor de cabeza y pensando que tanta fiesta no merece la pena si al final acabas peor de como empezaste.
Estamos en una de esas épocas en las que las modas se identifican con claridad. Gestores que recomiendan tener todo el patrimonio que no vayas a necesitar en acciones porque es el mejor activo de largo plazo, y pequeños inversores que, no contentándose con hacerles caso, se embarcan en la aventura de gestionar sus propias carteras en la búsqueda semanal de 100Baggers (acciones que multiplican por 100 su valor).
En contra de lo anterior, el padre de todos ellos opina de forma muy distinta, pensando que el diseño de la cartera no depende de las circunstancias del mercado ni de corto ni de largo plazo, sino de la situación y características propias del inversor. En las próximas líneas te resumiré su idea de cartera para el inversor defensivo:
Simplemente por la incertidumbre siempre existente, el inversor no puede permitirse tener todos sus fondos en acciones, y tampoco en bonos. Debe considerar una mezcla de ambos para minimizar sus riesgos, protegerse de lo imprevisto y de lo desconcertante que resulta el día a día en cada etapa de la vida de las familias.
Sugiere, como orientación inicial, que el inversor nunca debe tener menos del 25% ni más del 75% en acciones, con el fin de obtener en todo momento un rendimiento de largo plazo que luche contra la inflación, pero siempre protegido de la volatilidad de la bolsa. Es más, al sentirse incapaz de proponer un porcentaje concreto, se decanta por el reparto aparentemente simplista 50-50. Cuando los cambios en el precio de acciones y bonos hayan llevado a unas u otras al 45% o 55%, se recuperará el equilibrio del porcentaje original.
Graham insiste en lo adecuada que resulta esta cartera, extraordinariamente sencilla, que ofrece a quien la aplica la sensación de estar adoptando ciertas medidas como reacción a la evolución del mercado, e impedirá estar excesivamente expuesto cuando las bolsas alcancen niveles peligrosos. Además, el inversor realmente conservador, se sentirá satisfecho con las ganancias que consiga la mitad de su cartera en un mercado al alza, mientras que en una época de grandes bajadas disfrutará de más alivio que otros inversores más osados.
Esta cartera nunca será la que mejores resultados obtenga, ni encabezará nunca las listas de fondos más rentables del año. Pero ese no es su objetivo, sino que busca actuar con sangre fría, ponderando las posibilidades, beneficiándose de un rendimiento satisfactorio de largo plazo evitando graves disgustos que podrían terminar con la paciencia del inversor, y dieran al traste con el plan completo de ahorro e inversión.